Hola, ¡feliz año nuevo!
Ya lo sé, estamos a mediados de enero, ando tarde, pero hago lo que puedo...
El 2015 ya estaba siendo un año complicado... y terminó de la peor forma, con la muerte de mi padre. Desde entonces todo se hace cuesta arriba, porque es muy grande el vacío que ha dejado... Lo fácil ahora sería dejarse caer, pero no me da la gana, si algo me han enseñado mis padres es a ser valiente y a seguir adelante, así que allá voy, por mucho que cueste.
El 2015 fue un año de mierda, sí, pero tuvo algo bueno: por fin me atreví a crear el blog. La idea era que fuera un espacio divertido, donde quien sabe, igual hasta alguien aprendía algo... y así seguirá siendo.
He heredado muchas, muchísimas cosas del aita: su carácter, la risa, la extraña forma de coger el boli... y las ganas de experimentar con la comida también. Pero mientras que él se decantaba por la cocina (le encantaba comer y no entendía cómo a mí me puede dar igual...), yo lo hago con la repostería; eso sí, los dos hemos tirado siempre de familia como cobayas, ¡jeje!
Bueno, pues este bizcocho que os traigo hoy es un experimento que salió casi bien: tenía dos mandarinas rondando por la cocina y no sabía qué hacer con ellas, porque comérmelas no era una opción. Entonces se me ocurrió que podía incluirlas en un bizcocho, seguro que estaba rico...
Estos son los ingredientes:
1 yogur natural (el cubilete hará de medidor)
3 huevos
2 cubiletes azúcar
3 cub. harina
1 sobre levadura
1/2 cub. aceite
Una pizca de azúcar avainillado
2 mandarinas (zumo y rayadura)
¿Ya los tenéis? ¡Pues venga, manos a la obra!
Echamos el yogur en un bol, le añadimos los huevos y mezclamos bien. Le añadimos a continuación el azúcar poco a poco mientras removemos con la varilla. Creo que fue aquí donde eché la pizca de azúcar avainillado, pero no lo tengo muy claro...
Es el turno de la harina, tamizada, como siempre. La medí con el cubilete, y la eché después en el tamizador, donde incluí también la levadura.
Cogemos ahora las mandarinas y las pasamos por el rallador; a ver, dependiendo del tipo que sean (por el grosor de la piel digo) puede ser un poco complicado, pero no imposible... Y una vez las hemos destrozado, hacemos zumo con ellas. ¿Tenéis un exprimidor? Perfecto, lo pasáis por él... o, las estrujáis y un trasto menos que hay que limpiar después; ¿adivináis qué hice yo??? Ojo, poner una mano debajo para coger las pepitas, que este tipo de tropiezos no quedan bien en el bizcocho...
Aquí la masa coge un aspecto un poco asquerosito, pero no pasa nada, se sigue removiendo y listo.
Añadimos por último el aceite (la masa tendrá ahora pinta de cerebro...) y mezclamos bien.
En lugar de usar los moldes redondos de siempre, esta vez opté por uno alargado, pensando que así sería más cómodo para cortarlo para desayunar por ejemplo. Tampoco lo cubrí de mantequilla y harina, puse un papel de cocina en su lugar; para moldes rectangulares creo que funciona mejor.
Vertemos la masa en él, ¡y al horno que va!
Por cierto, que lo habremos puesto a precalentar a 180ºC.
Y 35 minutos después, ¡ta-chan, bizcocho hecho! Ñam, ñam, ¡qué rico!
Que lo estaba de verdad... La única pega es que en el centro se me quedó un poco crudo, desventajas de tener un horno prehistórico...
Tiene buena pinta, ¿sí o sí? Mirad con qué ojitos lo mira mi amiga Punzie.
Y de verdad que no envenené a nadie...
Como veis, es muy sencillo de hacer. Además, si cambiáis las mandarinas por limones también queda muy rico. Así que, ¿os atrevéis?
¡Nos vemos!
M..